En las plazas se alimenta el bullicio. La vitalidad del gentío inunda la vía pública con un sentido del tiempo distinto al europeo. Antes de proseguir, hagamos un poco de historia. Puede tener a veces su aliciente no saber nada del lugar al que uno llega, observarlo con la desnudez de la ignorancia y reducirlo a las impresiones físicas y primarias que reciben nuestros sentidos. Quien tal haga con Tetuán no saldrá necesariamente defraudado, tal es la intensidad de sus luces y sombras, de sus olores y sonidos, de la atmósfera recogida de sus callejones o la ensoñación a que invitan sus perspectivas. Pero no está de más anotar de dónde viene la ciudad y qué conoció en siglos pasados, porque de esa sustancia también se alimenta su misterio.
En su biografía de un tetuaní ilustre, Abd el-Jaleq Torres (descendiente de españoles y uno de los artífices de la independencia marroquí), Jean Wolf refiere que el origen remoto de Tetuán se encuentra en la vecina Tamuda, situada a unos cuatro kilómetros en la margen derecha del río Martín, donde ya en época prerromana debía haber un núcleo bereber, sometido por la fuerza a la autoridad de Roma por un tal Suetonio Paulino en el año 40 antes de Cristo. Tetuán propiamente dicha sería fundada a principios del siglo XII sobre las ruinas de un asentamiento anterior, engrandecida por el sultán Abu Tabit a principios del siglo XIV y restaurada otra vez por orden de Mulay Alí ben Rachid, a finales del siglo XV, tras la destrucción infligida por los portugueses de Ceuta en 1437. Es de esta última época de donde data el corazón de la ciudad, tanto en su aspecto físico como humano. La reforma arquitectónica acometida, que daría lugar a la medina tal y como la conocemos hoy día, vino acompañada por una importante renovación de la población. En el 888 de la Hégira, o lo que es lo mismo, 1484, miles de refugiados de las ciudades andaluzas de Motril, Baza, Ronda, Loja y Granada, conducidos por el jefe militar granadino Abulhassan Alí al Mandri, eligen Tetuán para reconstruir sus vidas. A ellos se sumarán pocos años después los judíos expulsados por orden de los Reyes Católicos y en 1501 el contingente principal de moriscos granadinos, que abandonan la Península Ibérica tras la abolición de la religión islámica por las autoridades cristianas. Con ellos traerán su cultura, su música (desde entonces, Tetuán es el centro de la música andalusí) y sus costumbres, que harán de la ciudad un enclave andaluz en el norte de África.
La princesa Sida Al Horra
Su máximo esplendor lo conocerá Tetuán en el siglo siguiente, de la mano de un personaje singular, la princesa Sida Al Horra, nacida en 1495 como fruto de la unión de Mulay Alí ben Rachid con una cristiana gaditana, de Vejer de la Frontera. Desde pequeña mostró un gran carácter, hablaba perfectamente castellano y árabe y conocía bien la psicología de los cristianos. Vivió en Tetuán desde joven, asimilando el refinamiento de la cultura andaluza, y acabó desposando al jefe de la ciudad, Al Mandri II, en cuyo cargo le sucedió al enviudar. Nombrada después gobernadora de la región, se alió al célebre pirata otomano Barbarroja, que la ayudó a construir barcos corsarios con los que fue la pesadilla de españoles y portugueses desde su base en la desembocadura del río Martín. Como un siglo después los piratas de origen morisco de Salé y Rabat, la princesa encarnó la venganza de Al Ándalus contra los cristianos que lo habían conquistado y desterrado a sus gentes al exilio africano.
Tres siglos más tarde, Tetuán volvería a entrar en la Historia al ser tomada como rehén por los españoles para forzar la ampliación de los límites territoriales de Ceuta y Melilla, desde las angostas ciudadelas originarias. Cuando el sultán cedió, aceptando reconocer la soberanía española sobre el territorio que hoy ocupan ambas plazas (legalmente son pues españolas en su extensión actual desde 1860, y no desde el siglo XV como a menudo se dice), Tetuán fue restituida a Marruecos. Con el establecimiento del Protectorado, en 1913, se convertiría en la capital de la zona española, hasta 1956, en que los tetuaníes tomaron con sus revueltas parte activa en el proceso de recuperación de la independencia del reino alauita.
De todo ello queda huella en la actual Tetuán. Singularmente en la joya de la ciudad, la antigua medina, que en su mayor parte data del siglo XV y que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1998. Cuando la descubrí, en aquel primer viaje de 2001, quedé fascinado. No sólo es la medina más grande de Marruecos, por delante de otras más conocidas, como la de Fez o Marrakech. Es quizá una de las más auténticas, por no haber sido víctima del turismo masivo como lo han sido otras. Su estructura laberíntica, que se va encaramando a la montaña, seduce al visitante a pesar del aspecto ajado de muchas de sus casas. Y es que, para decirlo todo, la medina sufre un serio deterioro, pese a las obras de rehabilitación, en parte sufragadas con fondos españoles a través de la Junta de Andalucía, que en este esfuerzo, así como en el de recuperación de edificios levantados durante la época del Protectorado, se ha distinguido como benefactora de la ciudad, reconociendo de paso la fraternidad histórica con la capital andaluza de Marruecos.
Sobre otras impresiones, de la primera vez que estuve en Tetuán recuerdo el anochecer en la medina, a medida que las sombras se iban adueñando de los callejones, y luego en la explanada frente a una de sus puertas, con el perfil de la alcazaba dibujado contra el cielo que al oscurecerse proporcionaba a la estampa una ilusión de ingravidez. Si en el interior de la medina el ocaso propiciaba la disminución de la actividad, en las plazas de la ciudad extramuros alimentaba el bullicio. Una de las cosas más reconfortantes de Tetuán, como de otras ciudades marroquíes, es la vitalidad del gentío, que inunda la vía pública con una marea de rostros y cuerpos que van y vienen, muchas veces sin un propósito definido, tan sólo por el placer de hacer notar su presencia. Mirándolos, el viajero habituado al trajín siempre utilitario de la ciudad europea recupera por un instante otro sentido del tiempo, que aquí no empuja, sino que acoge.
Los vericuetos de la medina
Aunque en realidad la medina de Tetuán la conocí mucho mejor un par de años después, en 2003, cuando la visité en compañía de otro amigo ceutí, Carlos, y de su buen amigo y espléndido pintor Ahmed Amrani. Con la soltura de un antiguo niño de la medina, Ahmed nos condujo por sus vericuetos más recónditos, atravesando los zocos y la mellah (o judería) hasta llegar a las viejas mezquitas de pequeños minaretes y las plazuelas escondidas de la Tetuán primigenia. Al paso nos iba refiriendo historias vividas que revolvíamos con las de los libros. En el viejo barrio de los judíos, imposible no evocar la impagable descripción de Pedro Antonio de Alarcón, sorprendido cuando entró allí en 1859 por el extraño español en que le saludaban los hebreos y hondamente perturbado por la semidesnudez con que sus mujeres hacían ostentación de pobreza. Comparándolos con los musulmanes, escribiría: «Conocí en seguida la profunda diferencia que hay entre raza y raza. ¡Cuánta dignidad en el Agareno! ¡Qué miserable abyección en el Israelita!». Sin comentarios.
En esa segunda visita, terminamos tomando un té en un modesto patio, a la sombra de unos árboles frutales. En la medina las casas se abren hacia dentro, desde las calles sólo se ve la cáscara exterior a la que los habitantes del lugar apenas conceden importancia. Tal vez, siglos atrás, aquel patio lo hubiera sido de alguna casa señorial, levantada por uno de los pudientes granadinos que hubieron de cruzar el estrecho con lo puesto y con las llaves de la casa que habían abandonado al pie de la Alhambra. En la Tetuán del siglo XXI, era la morada de un puñado de familias humildes que malvivían del trapicheo y la artesanía. Pocos tés me han sabido tan ricos como el que tomé allí.
Fuente: ABC
(09/09/06)