No hay nada que me aburra más que una competición deportiva. Saber que un atleta sufre toda clase de privaciones para ser el mejor me deja tan indiferente como un colono israelí ante el cadáver de un palestino. El único deporte con el que me siento a gusto es el boxeo. Cuando un boxeador queda noqueado recibiendo en plena jeta un puñetazo de su adversario y creo oír el suculento chasquido de dos cartílagos, el manual y el nasal, me doy cuenta de la suerte que tengo de estar tumbado en las profundidades de un sillón delante del televisor y descubro que mis angustias existenciales son poca cosa en comparación con el brusco encuentro del puño del uno con la nariz del otro. Siento el alivio irreemplazable de contar con la prueba visual de que existe alguien más desgraciado que yo en este sucio mundo. No salto de alegría, resulta demasiado cansado, pero me digo a mí mismo que tengo mucha suerte de ser yo y nada más que yo.
Lo mismo ocurre con el tenis: ¿para qué agobiarme en saber cuál de los dos jugadores vencerá al otro, cuando ambos no paran de devolverse la pelota? ¿De quién se ríen? Podría decir lo mismo de todos los deportes, salvo de aquel que se conoce como el Gran Premio de Fórmula 1. Aunque pueda llegar a aceptar que uno se apasione por algún deporte, la competición automovilística me trastorna como eterno peatón que soy. Puedo comprender que a algunos les convenga. Al fin y al cabo, yo también estaría loco por los coches de carreras si fuera piloto, constructor de coches, productor de caucho, comerciante de alquitrán, vendedor de semáforos, de camillas, de carritos para discapacitados, de lápidas, de limpiaparabrisas o de aceite de motor.
Pero cuando leo “VW” pienso menos en Volkswagen que en Virginia Woolf y cuando me dicen Le Mans pienso más en los chicharrones que en las 24 horas. Discúlpenme estas excentricidades de otra época o de otro mundo que no hacen daño a nadie.
Que un deportista sea descalificado porque le han pillado con una jeringuilla en la mano y porque tiene en la sangre o en la orina no sé qué sustancia, es algo que me da que pensar. ¿Me prohibirían leer Las flores del mal si Charles Baudelaire hubiese dado positivo por absenta? ¿Pasarían sus poemas de las estanterías de las librerías a la hoguera? La eliminación de un atleta acusado de dopaje, e incluso confundido por él, es el auto de fe del cuerpo.
No sólo me encanta el boxeo; cuando quienes me rodean me obligan por la ley del número a mirar una competición de atletismo, sólo tengo ojos para el corredor en la cola del pelotón que se desloma en la penúltima curva mientras que los demás están a pocos metros o centímetros de la meta, y comparto al 33% su alivio cuando, en un supremo esfuerzo, supera al penúltimo corredor. Entonces es este último, quiero decir el ex penúltimo, que ha sido superado por el ex último y que ahora es el último, quien recibe el 67% de mi compasión.
¿Qué quieren? Siempre he estado del lado de los vencidos, es mi lado oportunista pero al revés. Observen a su alrededor y mírense en un espejo: no somos muchos dentro de esta categoría. En Zimbabue estaría a favor de los Blancos quienes, por una vez, tienen derecho a una mayúscula; es todo lo que habrán ganado con Robert Mugabe. En Mauritania y Sudán, simpatizaría con los Negros de Darfur; con los cristianos y animistas del Sur; en Egipto estaría a favor de los homosexuales; en los países islámicos daría toda mi simpatía a las mujeres; en Europa me opondría al delito de opinión que sufren los negacionistas; en Rusia defendería a los chechenos; en Israel apoyaría a los palestinos; en Irán a los judíos y a los bahais. Si tuviera que tener una única divisa en el deporte sería “felicidad para los vencidos”; habría incluso que prever un ramo de flores para estos ausentes del podio cantándoles un himno con la melodía de “Les présents ont toujours tort”, para así levantarles la moral en vez de los tirantes tras su bajada de pantalones.
Si leen el título de este artículo se dirán que estoy fuera del tema como otros están fuera de juego o fuera de concurso, pero, miren, odio ir directo a la meta, no soy un atacante y si todo el mundo hiciera como yo, ya no habría guerras, los vendedores de cañones no tendrían nada que llevarse a la boca y se apuntarían al paro junto con los fabricantes de cazabombarderos. Odio las armas porque soy un ser más bien pacifista, salvo cuando me buscan las cosquillas. Los únicos aviones de combate que cuentan con mi aprobación son los del ejército del Aire saudí, porque todo el mundo sabe que no harían daño a una mosca, y permanecen tranquilos e invencibles ya que no corren el riesgo de ser atacados por ningún enemigo que no sea la herrumbre. Yo, si fuera una mosca que volase sobre la península Arábiga, dormiría a ala suelta (no sé si se puede decir que las moscas tienen piernas). Es verdad que el ejército saudí ha pagado varios miles de millones para comprar esta flota temible, pero son otros tantos dólares que no engrosarán las arcas de las redes terroristas, así que todo es beneficio para los pacifistas del mundo entero.
El Madrid contra el Barça
Voy a tener que decir algo de fútbol, así que me resigno a ello, aunque habría preferido mostrar toda la pasión de mi indiferencia hacia los deportes. En Tánger, desde donde les escribo, hay dos categorías de habitantes. Poco importa que uno sea rico en millones o pobre en decimales, inactivo como un vegetal o sobreexcitado, in artículo mortis o en estado fetal, detrás de las rejas o delante de ellas. Tanto si uno es el enano más grande o el gigante más pequeño de la ciudad, si tiene una inteligencia diabólica o si no ha inventado la pólvora, poco importa, todas estas diferencias no cuentan. Lo único que divide a la población en dos es, por un lado, el F.C. Barcelona, el Barça para los amigos (y tiene muchos), y el Real Madrid, por otro.
A los partidarios del primero se les denomina barcelonistas y a los del segundo madridistas. Para comprender lo siguiente, hay que saber que el barcelonista quiere tanto al madridista como el tutsi ama al hutu o, si no están al tanto de los sobresaltos que sacuden África, como el serbio adora al bosnio, con la diferencia de que, al contrario que en estas regiones orientales de África y Europa, en Tánger no hay fosas comunes, sólo las sépticas para quien las tiene, nasales para los acatarrados y escépticas para los dubitativos.
Cuando retransmiten un partido por televisión, los dos grupos de aficionados no sólo utilizan las manos para aplaudir; no es como en China, donde en el estadio de fútbol de Pekín se lee en un gran cartel: “Durante el partido, sean civilizados”. Es poco habitual que un fanático del fútbol se quede en casa para ver un partido, de modo que no es un placer solitario; uno va al café donde tiene que reservar su silla al menos tres días antes y la consumición cuesta el triple de su precio normal. Hay tres tipos de telespectadores: delante de la pantalla los madridistas, al fondo los barcelonistas y fuera los que están sin blanca y que miran el partido con la nariz pegada al ventanal del café. El ambiente es ruidoso, pero menos que en una boda porque, cuando un equipo marca un gol, sólo la mitad de la sala ruge, mientras que la otra se mantiene quieta suspirando porque el árbitro es un manta o está comprado, o ambas cosas a la vez.
Fuera, las tiendas de ropa proponen en sus escaparates una multitud de camisetas con el escudo del Barça o del Madrid que se venden como grandes panes (en Marruecos no hay panecillos y cuando los hay, no se venden como panecillos) y los vendedores ambulantes, que tienen la particularidad de no deambular demasiado, proponen las mismas camisetas colocadas en desorden sobre la acera, cuando la hay. Tampoco se olvida a los niños; para ellos se han previsto piruletas y toda clase de chucherías con los colores de uno u otro equipo.
Cuando se juega un partido Barça-Madrid, las calles se vacían como los bolsillos de un novio después de la boda. Quien prefiere ver el partido en su casa apaga el móvil para no ser molestado bajo ningún pretexto o, por el contrario, lo utiliza sin parar para llamar a los amigos cada vez que su equipo marca un gol.
En el salón están expuestos todos los objetos con el distintivo del equipo: carteles, ceniceros, platos, jarrones, calendario, jarras de cerveza, incluso sin alcohol, y no es raro ver el escudo del equipo figurar en la corbata, la gorra, los pañuelos, los relojes y las pantuflas, sin contar los pines y los mecheros.
Por si la pantalla gigante no fuese suficiente, muchos de los aficionados tienen el oído pegado al transistor para disfrutar de los comentarios unánimemente apreciados del muy escuchado reportero José Ramón de la Morena en la cadena Ser. Fanáticos sí, pero no exclusivistas: los aficionados al fútbol, sean madridistas o barcelonistas, se reúnen con regularidad en el estadio de Marshan para asistir a los partidos de dieciseisavos (o treintaidosavos, ya no sé) de final de la liga marroquí. En un encuentro entre el IRT, club de Tánger, y el CODM de Mequinez, el público se puso de repente en pie alzando los brazos y bramando “gooool”, cuando sobre el terreno de juego no se había marcado ningún tanto. Sorprendidos por esta insólita ovación, los jugadores del Meknés se quedaron quietos como estatuas de sal y levantaron la vista hacia las gradas, lo que permitió a los jugadores del equipo rival aprovechar este momento de descuido para quitarles el balón y meterlo dentro de la portería. Lo que el CODM no podía saber es que a la vez que miraban el partido, los espectadores escuchaban en sus pequeñas radios la retransmisión de un partido que se jugaba en ese mismo momento en España.
Pregunto a unos aficionados del Madrid: “¿Cuál es vuestro equipo preferido después del Madrid?”. Respuesta unánime: “El Deportivo de La Coruña, ¡cómo no!”. Hago la misma pregunta a los aficionados del Barcelona y obtengo la misma respuesta: “El Deportivo de la Coruña, ¡por supuesto!” Un misterio. Tras informarme, resulta que la defensa del Deportivo de La Coruña está dirigida por el marroquí Naybet.
Un aficionado del Madrid acudió a casa de un barcelonista para ver un partido por televisión. En las cuatro paredes de cada habitación de la casa estaban colgados los carteles del equipo de sus amores. Como le entraron ganas de aliviar la vejiga, el invitado fue al baño donde tuvo la desagradable sorpresa de descubrir un cartel del Barça pegado encima del retrete. Un gran número de tangerinos son socios de su club favorito y muestran orgullosos su tarjeta plastificada de socio, e incluso conocí a uno que pagaba cada año el abono de su hijo de sólo 12 años. Cuando el Madrid marcaba un gol, el chaval, llorando de alegría, gritaba decenas de “gooool” dando varias vueltas a la casa ante la mirada de un papá enternecido y lleno de orgullo por su madridista en flor o, más bien, en césped.
Un cafetero de la calle Vignas colecciona los recortes de prensa española deportiva desde 1947 y es una enciclopedia viviente del fútbol. Le pedí que me dijese algunas cosas para un artículo que tenía que escribir y me soltó durante más de una hora todos sus conocimientos hasta marearme. Logré registrar todo, pero de forma desordenada: “1951, el Atlético Tetuán, fundado en 1932, formaba parte de la liga española, Lahcen Chicha, la nueva maravilla negra del deporte, su entrenador Helenio Herrera lo convirtió en el mejor extremo punta del mundo. Cuando el lunes 15 de diciembre de 1949 apareció Ben Barek, fue la marejada en la calle Barquillo, su pie tenía un imán y el balón le seguía fielmente, en 1974 la alineación del F.C. Barcelona incluía a Moro, Rifé, Torres, Costas, De la Cruz, Juan Carlos. ¿Jugadores marroquíes? Akesbi, Betach, Abdellah Málaga, Tatún, Mahjoub, ¡Ah, el Atlético Tetuán! Estuvo en primera división española, en 1951-52, quedó 1-0 contra el Zaragoza en casa y fuera 1-3, contra el Celta 2-1 en casa y 0-7 fuera, contra el Spórting de Gijón 3-1 en casa y 1-3 fuera”. La cabeza me daba vueltas y volví a mi casa silbando el himno del Madrid y del Barça para no provocar celos entre los viandantes.
¿Quién no habla español en Tánger? Incluso nuestras campesinas chapurrean la lengua de Cervantes, cuyo centro homónimo ha hecho menos que el fútbol para difundir el castellano. Durante la reunión de los países más ricos del mundo, todos los medios de comunicación hablaban sólo del G-7. En Tánger, en Tetuán, los marroquíes sólo tenían ojos, oídos y patio para el G-2: el Barça-Madrid.
(Afkar Ideas, www.afkar-ideas.com, 13/01/06)