Larache busca salir adelante, defendiéndose del olvido y del paso del tiempo que derrumba algunos rincones de sus entrañas.
Su corazón late rápido y fuerte, adivinándose el ritmo en las miradas profundas de los niños que habitan en ella.
Larache es valiente, y se impone al Atlántico, que rompe olas en ella, dejando un espejo de arena y pasos que no se borran.
Azul inmenso del cielo y calles que tiñe el negro del silencio; mientras pinceladas de flores amarillas dibujan, como adornos, al fondo sus casas.
Atardecer desde el paseo o las doce palmeras de la plaza, que marcan el tiempo, los meses, las horas y que van muriendo como el sol en el ocaso, ante la impotencia de sus gentes.
Larache observa al caminante desde las sonrisas de niñas que aguardan en las puertas y desde el inmenso amor de madres que mecen a sus hijos.
Larache huele a pan recién hecho a las 6 de la mañana, y a fruta y verdura fresca en su Zoco Chico.
Tiene un castillo “de arena”, a costa del peso del viento. Pero en él viven cuentos y se tejen historias eternas.
Dicen que Larache, ciudad marroquí en la costa atlántica, te embruja al conocerla y el alma del visitante se ancla en sus claroscuros de las callejas.
Y es verdad. O al menos, para el fotógrafo madrileño Alberto Benavente, que ha retratado pequeñas verdades de Larache, en forma de fotografías que dicen mucho si “escuchas” los mensajes que ha captado el objetivo.
Benavente ha expuesto la muestra “Colores de Larache” en las jornadas sobre Larache celebradas el pasado fin de semana en el centro Hispano-Marroquí de Madrid. Una exposición en la que el público siente ese “embrujo” lejano. Un recorrido fotográfico que logra mostrar la esencia de esta ciudad marroquí.
Larache, contraste que convive. Como perro maltratado por el olvido, que se defiende con garras de gato negro, enigmático. Larache, al fin y al cabo, como paradoja envuelta en ternura.
PTZ
(04/04/08)