Según el Instituto Nacional de Estadística, el número de marroquíes que se establecieron en España el año pasado ascendía a 58.839, casi a la par con los ingleses (44.315) y muy por debajo de los rumanos (89.487). En el listado se citan a más de 125.000 inmigrantes apátridas. Por inmigrante entendemos inmigrante legal o registrado por el INE.
La mayoría de ellos pasan por un proceso psicológico conocido como conflicto cultural en varias fases. En una primera fase, previa al viaje, alimentan perspectivas de mejora de su situación personal e idealizan al país de acogida. La segunda fase es de encontronazo con un lugar y una sociedad que seguramente les causa inquietud, motivada por unos hábitos lingüísticos, dietéticos, culturales, sociales y religiosos de distinta calidad. En una tercera fase se agudiza su deseo de mantenerse en contacto permanente con sus países y sus familias, buscando compañía y refuerzo entre gentes de su propia identidad. En una cuarta fase pueden caer en la depresión y en el ansia de regresar a su tierra. En la fase siguiente, si han logrado superar el bache emocional, pueden haber generado nuevas estrategias de adaptación al medio ambiente e incluso encontrado una nueva vida, aprendido una nueva lengua y participado de una nueva cultura social. La última fase de su complicada estancia sólo aparece en el caso de regresar a su país de origen tras un dilatado período de tiempo, en el que han tenido ocasión de reconocerse a sí mismos como parte de una nueva vida. Este proceso se conoce como choque cultural a la inversa, puesto que se ven obligados a pasar por un nuevo camino de readaptación a su cultura original, lo que no siempre les resulta fácil.
Algunos españoles que se cruzan con tantos inmigrantes se quejan de que éstos reciben los mismos servicios sociales y sanitarios que ellos mismos, e incluso superiores. Nosotros pensamos que todos, incluso los ilegales, deben ser atendidos en igualdad de condiciones como un acto de solidaridad y de respeto a los derechos humanos, que deberían aplicarse universalmente. Habrá pocos países o rincones del mundo que se despreocupen de los recién llegados, sobre todo si se hallan en la indigencia. En el pasado se separaba de la población a las comunidades de gitanos que entraron en Europa sur-oriental y occidental en los siglos XIV y XV. Se les obligaba a acampar en las afueras de las ciudades y a ellos iban destinadas severas pragmáticas que castigaban determinadas conductas individuales y colectivas. Lo mismo se había hecho, y se siguió haciendo, con los islamitas y los conversos durante y después de la Reconquista, y desde luego con los judíos. Hoy no se hace eso con los marroquíes, pero más de uno querría que se les aplicasen leyes severas similares a las destinadas a los tres grupos mencionados. Lo que es o nos parece distinto o ajeno a nosotros no justifica la alienación de todo un pueblo. En la mayoría de los casos el instinto de supervivencia y de protección les hace reagruparse en comunidades estrechamente definidas, que los europeos definen como guetos.
Los marroquíes que llegan a España son casi todos varones. En cuanto pueden, intentan agrupar a sus familias, bien sean consortes, hijos, hermanos o padres más jóvenes. Los ancianos difícilmente abandonan su casa natal para venirse a vivir tan lejos física y anímicamente. Los que logran quedarse mantienen una doble actitud de aprecio al pueblo que les ha acogido y de lealtad al suyo, aunque habría que considerar como excepción a los inadaptados y los resentidos. Es casi imposible dejar de ser marroquí porque se es también español, una vez se han nacionalizado por duración de estancia o por haber establecido relaciones familiares con los propios españoles. Este desdoblamiento no tiene por qué contemplarse con recelo. Es un sentimiento que todos tenemos hacia el lugar donde nos hemos criado y donde vivimos, y el que observamos con las personas que encontramos en nuestro camino a la vez que con las que hemos dejado atrás.
Los intelectuales marroquíes evitan comparar algunos aspectos inherentes a su cultura particular y a la árabe en general. A Juan Goytisolo le debemos enfoques nuevos sobre el cosmos magrebí. Para él, el presunto rechazo de los españoles al marroquí es simplemente la negación de un parentesco, dada la relación histórica que nos ha vinculado. El escritor y estudioso palestino-norteamericano Edward Said es una buena guía para desmitificar el orientalismo decimonónico e interpretarlo de forma más realista. Y para entender algunos aspectos de lo que fue la sociedad, la lengua y la literatura de la España islámica convendría releer las obras del arabista Emilio García Gómez (con quien el co-autor de este ensayo no tiene lazo alguno), de jugosa prosa y sagacidad académica. Para nosotros, la interpretación que se quiera dar al carácter marroquí en España ha de ser estrictamente económico-sociológica, huyendo en lo posible de perspectivas monográficas étnico-culturales.
La familia marroquí es más nuclear que la española y hasta aquí llegan sus costumbres. Se piensa que allí hay un mayor respeto hacia los mayores que entre nosotros. Aunque las usanzas respecto al matrimonio son similares, la religión da un carácter especial a las mismas. La poligamia no se halla tan extendida en Marruecos hoy como en el pasado. Un hombre puede solicitar a una mujer en matrimonio y en raras ocasiones tomará la iniciativa de casarse hasta cuatro veces consecutivas, pero siempre se ve coartado por la voluntad de la primera mujer o la de las que preceden a la última en llegar, quienes deben dar el visto bueno a la nueva situación. Claro que puede el hombre separarse de su mujer con un acto tan sencillo como proferir tres veces la expresión «estás divorciada». El término «te repudio» tiene una connotación peyorativa y traduce una visión occidental del divorcio en el Islam. El hombre no repudia a su mujer, sino que le comunica su deseo de separarse de ella. Si se lo dice una vez, la pareja tiene la posibilidad de reconciliarse y restaurar su matrimonio; la segunda vez admite las mismas posibilidades que decirlo por primera vez; y, a la tercera, ya no hay vuelta atrás; el hombre ya no tiene opción de volverse atrás; el lazo matrimonial con su esposa se rompe definitivamente. A menos que la ex esposa se case con otro hombre y se divorcie de este último, y sólo en esta situación, puede el primer marido volver a casarse con ella. El divorcio definitivo se estampa con «estás divorciada, estás divorciada, estás divorciada».
Pero la práctica de la monogamia, ineludible en el llamado Occidente no musulmán -con excepción de algunas colectividades mormonas y la legislación francesa, que la permite entre los musulmanes-, poco a poco va haciéndose cada vez más influyente en la sociedad marroquí. La poligamia tiene su origen en la necesidad de las mujeres de encontrar un esposo que garantizase su supervivencia y la de sus hijos en tiempos de guerra, cuando quedaba diezmada la población masculina. Hoy carece de sentido y es rechazada en muchos lugares del universo islámico.
El temor al marroquí, al árabe o al musulmán, muy extendido, con razón o sin ella, en nuestra geografía desde el 11 de septiembre de 2003 y el 11 de marzo de 2004, se explica como reacción a una situación de opresión. El mundo occidental, y en concreto los países que arrastran una historia de intervencionismo colonial y militar como Israel, Inglaterra y Estados Unidos -sin olvidar a Francia y España-, no puede ocultar su desconfianza ante las reacciones de los pueblos ocupados en forma de fanatismo ultra-religioso y ultra-nacionalista. Los llamados estados islámicos no se pueden separar de su vertiente religiosa. Un musulmán piensa que el país donde vive no es un estado como lo entendemos en Occidente, sino que forma parte del mundo más amplio y universal del Islam, sin fronteras físicas ni espirituales. Sus leyes se basan en códigos de conducta emanados del Corán y adaptados y reinterpretados por los propios teólogos musulmanes.
Entre los marroquíes, sobre todo los que viven en España, la incredulidad o la falta de observancia del culto no tiene en la sociedad las mismas repercusiones que en los estados más radicales. Se tolera al no creyente o no practicante, aunque la mayoría de ellos procuran no alejarse demasiado de lo que es una religión familiar, nacional y cultural desde tiempos antiguos.
La guerra santa o yihad (el sonido de y equivale al de la j francesa en jeux, y la h es similar a la j española) es un mandato del Corán para acabar con los infieles que representen un peligro para la integridad islámica. El yihad se llevó, desde los orígenes del Islam, a Asia, África y a la Península Ibérica, convirtiendo a pueblos e imperios y propagando una religión que actualmente practican más de 1.300 millones de personas, algo menos que el cristianismo. De esta cuestión nos ocuparemos en un próximo ensayo.
(Levante, www.levante-emv.es, 26/01/06)