No tiene el aire romántico del madrileño, las empinadas cuestas que suben y bajan por el Madrid antiguo, rodeando la incólume figura de los héroes de Cascorro. Su lugar está en el medio de la urbe, arrojado con violencia y ahogado poco a poco por los inmuebles de esta Casablanca efervescente, que arañan espacio, conquistan antiguos aparcamientos con muchos guardianes y cierran perspectivas antes amplias. Aquí se trasiega con todas las mercancías que entran en Marruecos, hasta aquí llega el producto del contrabando que entra desde Ceuta y Melilla. Los teléfonos se descodifican en el paraíso de las telecomunicaciones al margen de la ley. La ropa de marca falsificada se amontona, se agita, se tira, se vende al mejor postor a precios imposibles.
Derb Ghalef no es sino representación escénica de este gran mercado al aire libre que es Marruecos, donde se compran y venden mercancías de dudosa proveniencia y dudoso tráfico legal. Por sus callejas sucias se mezclan islamistas con largas barbas cuadradas y gorra paquistaní que descodifican teléfonos móviles con jóvenes buscando la pura imitación del sueño de Occidente revolviendo entre los montones de ropa de marca copiada con frecuentes nombres inauditos y sorprendentemente próximos a las marcas originales. Se venden antigüedades que fueron objetos y muebles del día a día de familias judías, francesas o españolas en los tiempos de la colonia, al lado de frigoríficos de segunda o tercera mano y todo tipo de instrumental para la mecánica del coche. Teléfonos móviles, originales, nuevos, seminuevos, robados, se venden al mejor postor mientras enfrente un grupo de fieles devotos entona su rezo a su Dios hincando la rodilla en la tierra, en el interior de una mezquita improvisada con chapa y esterillas de plástico.
(12/09/08)