Nos desvela sus años de aprendizaje, el despertar de su cuerpo, las tristezas y alegrías de una vida rayana siempre en la pobreza. Con él asistimos a ese otro «mayo» marroquí del 68: su época de estudiante y de militancia política, su detención y «desaparición» durante siete largos meses en el centro de detención y tortura clandestino Derb Moulay Cherif, y su posterior encarcelamiento tras una mascarada de juicio.
El autor
Nació en Tetuán (Marruecos), en 1947. Hijo de madre española y padre marroquí, fue pastor de cabras y accedió a la escuela primaria gracias a los esfuerzos de su madre. Estudió Filología española en Francia. Militó en una organización marxista-leninista marroquí y fue detenido en enero de 1976 en Rabat. De los veinte años a que fue condenado, pasó más de trece en la cárcel. En prisión realizó una tesis doctoral sobre las cárceles españolas durante el franquismo y escribió el relato autobiográfico A la sombra de Lala Chafia. Tras haber sido amenazado por la policía marroquí, de 1991 a 1999 vivió en España, donde realizó diversos trabajos (traducción, periodismo, técnico en ONGs…). En la actualidad es profesor de lengua y literatura españolas en la facultad de Letras de Rabat y combina su actividad docente con la literaria [A la sombra de Lala Chafia, colección memorias del mediterráneo, nº 15].
En Derb Moulay Cherif (Extractos)
Oigo gritos tan largos e interminables como la oscura noche de la que intento salir. No puedo avanzar en ninguna dirección, porque la oscuridad se transforma en un líquido viscoso que me recubre, mientras los gritos, ensordecedores, siguen a mi alrededor. Nado de forma desesperada, pero mis fuerzas son escasas y apenas consigo mover los brazos. La viscosidad me tiene acorralado y jadeo. Intento correr, huir, pero todo es en vano. Los pies se me sumergen en arenas movedizas, y me invade un miedo espantoso a morir asfixiado. De repente, en medio de esta viscosidad aparece un pulpo brillante, con brazos que terminan en garras y que viene directo hacia mi garganta, y, a medida que se acerca, se hace más y más grande. Noto que me ahogo, lloro, ¡nooo…!
La cabeza me estalla como un gong agujereado por un fuerte mazazo. Me doy cuenta de que estoy temblando y sudo a mares. Respiro aliviado: acabo de tener una pesadilla. Al mismo tiempo que tomo consciencia de esto, abro los ojos, que me duelen un poco, y llevo la mano a ellos maquinalmente, entonces noto las esposas y advierto que, salvo un reflejo blanquecino, no veo nada; y, gracias a estas sensaciones físicas, se me hace evidente mi situación real: llevo esposas porque estoy detenido y no veo nada porque tengo los ojos vendados. Con las dos manos, puesto que están esposadas, y sin hacer ruido, toco la venda que me daña los ojos y los lóbulos de las orejas; luego, subo los dedos hacia la ligera quemazón que siento en la frente: noto ahí un líquido caliente. Y mientras me pregunto qué puede ser eso, ¡pum!, alguien me da una patada en las rodillas, que trato de proteger de forma instintiva. El golpe me permite captar en el acto otros detalles de mi situación: además de estar detenido, esposado y con una venda en los ojos, hay un policía que me vigila en el pasillo donde estoy tendido. Y ese cerdo me ha despertado de mi pesadilla propinándome una patada en la frente, luego, se ha quedado esperando mi reacción —divirtiéndose, sin duda— y me ha dado otra patada, esta vez en las rodillas, para que me acabe de despertar. Y ahora me sigue escudriñando, puedo distinguir su sombra inmóvil a través de la venda. Sé que me va a dar otra patada más y, de forma involuntaria, tenso los músculos para resistir mejor el golpe, contengo cuanto puedo la respiración e intento no moverme. Quisiera que se olvidara de mí, como si estuviera muerto o no existiera. Pasado un rato, veo cómo su sombra se desplaza, escucho sus pasos despaciosos y firmes golpeando el suelo de cemento del pasillo. Luego, de repente, se oye una potente voz, que parece venir del fondo:
—¿No tienes ganas de joder, hach?
La palabra hach hace que me estremezca de asombro: ¡no me digas que este cerdo ha hecho la peregrinación a La Meca…! Y el susodicho hach contesta a su compañero:
—¿Crees que me iba a cortar, si tuviera ganas?
Tengo la impresión de que entre los dos quieren meterme miedo. En realidad, no necesitan insistir mucho, pues sé que son capaces de hacerme todas las salvajadas posibles e imaginables (iba a escribir: imposibles e inimaginables). Por ejemplo, podrían divertirse sodomizándome, o meterme el cuello de una botella por el ano y empujar luego hasta desgarrármelo, o dejarme desnudo y con la venda puesta y ponerse entre cuatro o cinco a darme puñetazos, o molerme a palos con cualquier pretexto… Puedo imaginármelos introduciéndome a la fuerza un trapo sucio en la boca para que no pueda gritar, y luego, sin ningún miramiento, tirarme al suelo boca abajo, arrancarme los pantalones y los calzoncillos y separarme las piernas. Todos los esfuerzos que hago para resistir son tan vanos y ridículos como si intentara asir una ráfaga de viento. La angustia que siento es indescriptible cuando uno me agarra por el cuello y otros dos por los pies, mientras otro se pone encima de mí sin que yo pueda hacer nada. Siento su miembro en mi ano, trato por todos los medios de cerrar las nalgas, gritar, forcejear…
—Es cierto, hach, pareces muy acalorado, deberías joder un poco para calmarte.
El policía vuelve a la carga cuando su colega pasa junto a mí pisando fuerte para recordarme los golpes que me acaba de dar, mantenerme despierto si es que me vence el sueño y hacerme saber que está especialmente interesado en mi persona. Al tiempo que sigo atentamente sus idas y venidas, las palabras y el tono de las voces (para averiguar sus verdaderas intenciones), cuento los pasos para determinar, aunque sea vagamente, la longitud del pasillo en donde me dejaron tirado ayer noche, martes, 13 de enero de 1976, tras haberme traído desde Rabat en una furgoneta, junto a otra persona, también esposada y con los ojos vendados: otro militante, detenido como yo, o quizá secuestrado como tantos otros, y al que han arrojado al suelo de este mismo pasillo, para pasar aquí esta noche de pesadilla. ¿Estará dormido, o despierto como yo? El policía va y viene. Su compañero debe de estar sentado en algún sitio, pues su voz me llega siempre desde el mismo punto. De vez en cuando se abre una puerta a la derecha o la izquierda del pasillo, quebrándose este inmenso silencio oscuro y opresivo, punteado por los pasos monótonos del paseante. El frío me cala los huesos. Me tapo lo mejor que puedo con la manta (tengo dos, una en el suelo y la otra encima), haciendo el menor ruido posible. Espesas tinieblas blancas cubren el espacio que me es imposible ver a causa de la venda. Es de noche, pero el fluorescente del pasillo está encendido. La inmovilidad se me hace insoportable. Aprovecho el momento en que se aleja el vigilante, cuando estoy seguro de que me da la espalda, para estirar despacio los pies y cambiar la posición de las manos esposadas, que se me están anquilosando, lo que hago con sumo cuidado para que no suenen las esposas. También muevo la cabeza y siento un dolor agudo en las orejas, pues me aprieta la venda. Los dos vigilantes están callados, el que se pasea anda ahora con mayor normalidad, sus pasos se oyen menos. Me asaltan pensamientos confusos. Sé que mañana por la mañana, si no es esta misma noche, van a torturarme. ¿Podré resistir las torturas? Desecho enseguida esta pregunta, a la que me da miedo responder, y acuden a mí escenas muy recientes.
(Información facilitada por Ediciones del Oriente y el Mediterráneo]
.